el actor

El hombre es un actor. Habla con suficiencia, su voz va siempre más a allá de las palabras, llega a las viseras, hiela la sangre. El hombrecito es un artista. Sus manos se agitan violentamente de un lado a otro, acompañan la cancioneta de su voz grave. Habla con todo su cuerpo, miente con todo su ser, sabe lo que hace. Los oyentes se ven atrapados, seducidos por la locuacidad de sus movimientos. Lo oyen hablar de pueblo, de unión, de aquellos que quieren destruirlos. El hombre les habla de infinidad de cosas, muchas se encuentran fuera de su comprensión. Lo escuchan atentos, sin perderse una sola sentencia, un solo gesto. Entienden que lo que su líder les comunica es mucho más que palabras. Piensan que él habla con su alma, cuando en realidad su discurso es corporalidad pura.

Miles y miles de rostros lo observan atónitos, pero aún así enfervorizados. Las voces de la multitud se alzan como una sola, como un alarido majestuoso ante cada interpelación o exclamación cuasi colérica del orador. Sus manos robustas golpean reiteradamente el estrado mientras habla de mediocridad, el clamor se eleva eufórico. Las miles de personas a las que se dirige no saben de lo que habla, no saben que se refiere a ellas, a aquella masa de miles, a todos aquellos rostros sin contenido, que se propone llenar con sus palabras y gestos.

Su voz se oye clara y límpida, les ofrece recompensas inverosímiles que ellos creerán alcanzables tras oír la propuesta. El hombrecito dice inmortalidad, proclama vida eterna, y sabe que no existe tal cosa. Promete un paraíso en el que no cree ni quiere creer, ya que de existir éste se encontraría muy lejos de su alcance.

Desean vida eterna?– La voz del artista estalla frenética, el pierde, en parte, la gravedad de su inflexión, mas no la pompa de sus ademanes.

La multitud entona un terrible bramido de afirmación, para luego detonar en vítores hacia su gran adalid, aquel que les devolverá el honor perdido, traerá la unidad a su pueblo ultrajado, los devolverá a los primeros planos que nunca debieron abandonar, les dará la próxima vida que será eterna, y, principalmente, los guiará hacia la grandeza. El actor sabe que nada será así. Se anticipa al desenlace de esa historia: los extasiará con grandilocuentes discursos y fastuosos pero agresivos movimientos, su rostro permanecerá impasible ante sus propias mentiras y expresará una inapelable seguridad; la gente lo seguirá a ciegas, con sus famélicos corazones entre las manos ardientes; cumplirán la voluntad del artista, sin sospechar que nunca fue la suya propia. Así será y nadie podrá evitarlo.

Hacia el final de su pregón, el hombrecito observa a su masa, ya casi uniforme, de prosélitos con los ojos enormes bien abiertos. Cada persona en la plaza siente la vista del artista reparar directamente en ella. La multitud permanece congelada durante un instante, el silencio cae repentino y consistente. El Hombre alza su mano al cielo y ordena con voz calma pero inexpugnable:

“Deben someterse ante éstas palabras, y no porque provengan de mi persona, o porque realmente crean en ellas, ni aún por temor a represalias, sino, simplemente, debido a la inexorable necesidad de obedecer que opera en cada uno de nosotros”

Dicho esto, lo cual era la síntesis de todo lo que el creía y su gente nunca entendería, da media vuelta y desaparece del estrado. La masa estalla en aplausos y clamores, las mujeres lloran, los hombres se golpean el pecho y lanzan temibles aullidos de guerra. Nadie ha comprendido nada en absoluto.