Nuevamente la muerte y su fragancia, evocando, exultante, resolución, llegan a mi pequeña realidad aparente. Regreso a aquel lugar lleno de sombras y lágrimas, de culpas. Busco. El muerto me recibe jubiloso. Su mirada oculta tras los párpados hundidos suplica perdón, el mensaje, claramente, no es para mí. Lo observo con extremo respeto, luce presuntuoso, me gusta. Me despido con una leve inclinación de la cabeza.
Todos huelen igual. Me son extraños todos ellos, y comprendo que quien no encuadra soy yo. Al fin la veo, envuelta en aquel aire nauseabundo, me acerco y descubro que sigue siendo ella, detrás de las marcas de la muerte, su cuerpo se siente tal y como lo imaginaba. En puntas de pies enfrenta aquella unión fugaz, que mi débil mente inmortalizará. El abrazo dura algunos fantásticos segundos, transgrediendo mi deseo de eternidad. Tiernas caricias en la espalda, un fallido intento de segundo beso, palabras ahogadas por los nervios de vivir la conclusión de algo tan largamente ansiado envuelto en aquel aroma desgarrador.
Salgo, afuera el ambiente es diferente, percibo un suave olor a pólvora accionada. La esencia se hace más fuerte y llena mi pecho, ella camina junto a mí, la situación es realmente bella. Terriblemente bella.
Ya en casa, lejos de aquel vaho espectral, pienso en ella. Allí vuelve a mí aquel recurrente efecto narcótico, lo recibo con sorda reverencia. No imploro piedad, sé que sería en vano. Deseo llorar, lentamente lo logro. Quiero escapar, la muerte aparece como un destino apreciable; la busco en mis manos, no está, tampoco hallo en ellas el voraz olor de la pólvora: sólo su aroma prevalece, el tacto de su espalda suave, su cuerpo dócil contra el mío, la memoria de las puntas de sus pies que me llena de ternura y de amor, sí, de amor, un amor efímero e infundado, pero amor al fin.
Hoy enfrenté nuevamente a la muerte, pero sólo tu recuerdo persiste. Hoy tus fragancias fueron más fuertes. Ahora debo limpiarlas de mis manos.