En ocasiones, el alzar la cabeza y observar de frente los terribles ojos del mundo puede aterrarnos. Digo, con falseada inocencia, que esto ocurre en ciertos momentos, cuando bien sé que puede ser una constante en los caracteres sensibles como el mío. Es por esto que cabe destacar, con el corazón lleno de goce, cuando un descuido, un dejo de permisividad, una pequeña y franca negligencia, resulta en un episodio encantador para el alma y los sentidos que la alimentan.
Hoy levanté la cabeza, despegué mis embotados ojos de este mundo frío y voraz por un breve momento. Fue entonces que mis sentidos colapsaron, que mi alma, tan frágil, sucumbió. Frente a mí se encontraba la belleza del mundo. Tras aquellos ojos color miel, de mirada infantil e inconciente de su poder, se ocultaba deseando la más perversa exhibición. Tardé un par de segundos en reaccionar. Mis ojos cayeron por temor y por burda cobardía. No había qué temer, la belleza no posaría su vista en mí, pensé apesadumbrado.
Pero me equivocaba. Éste ser de rasgos celestiales demostró, para mi asombro y profunda alegría, su condición humana. Ahora sé que estuve equivocado y que lo correcto debió ser sentir desilusión, pero en ese momento no se me ocurrió nada de eso. Mis ojos observaron absortos los suyos que me miraban de frente. En ese momento cada uno de sus ondulados cabellos resplandecía con la misma fuerza inexorable que expelía su mirada. Por un segundo perdí conciencia y me olvidé de todo cuanto me rodeaba, sólo estaba ella, radiante y excelsa. Luego caí al mundo, la bella había vuelto a su sitial. Admiré un momento su perfil exquisito, y juro que la vi resplandecer entre las personas que la rodeaban.
Luego intenté volver a mis cosas, a mi lectura, pero el recuerdo de sus ojos en los míos no me abandonaría fácilmente. Es que una mirada de esas debería bastar para darle sentido a una vida, para hacer girar un universo nimio y oscuro. Al partir, turbado por emociones contrapuestas, noté que era apenas una niña, una jovencita, la portadora de de la hermosura. Reparé en lo que antes no había observado: sus juegos, sus gestos, sus palabras. Estos carecían completamente de la belleza, el equilibrio y la perfección estética que la muchacha irradiaba. Entonces entendí que no debía de ser completa, y que tampoco debía serlo. También comprendí, en ese mismo instante, que la belleza sería, tarde o temprano, arrebatada por algún ser incapaz de comprenderla y apreciarla, de ofrecerle el sinfín de ditirambos que merece. En el mejor de los casos, hablando desde lo bello y poético, sería el tiempo, o la muerte quien tomaría la belleza para alejarla del mundo indigno. Al fin y al cabo, pienso ahora, esto sería lo mejor: este mundo y sus espectadores no merecen tanta beldad.