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Quería tomar la belleza entre mis manos. Ansiaba resguardarla de tanta maldad. Me regocijé en mi egoísmo cuando al fin mis dedos se cerraron en torno a su hermosura. La noche continuó, imperturbable ante mi voraz felicidad. Nadie percibió la ausencia: no hubo lágrimas, ni quejas, ni lastimosos gemidos. Nadie protestó. Todos callaban. En mis manos, mi tesoro irradiaba tibieza, ahora nada la dañaría, sería mía por siempre mientras la luna alumbrara mis noches eternas. Mis ojos se alzaron al cielo, vieron el mundo y alegremente se inquietaron: ya sin aquella luz, el mundo libre no era tal. Abrí mis manos ardientes, mis dedos trepidaban sin paz, la luna fue testigo de su ocaso. La luz se apagó lentamente. Comprendí lo que siempre supe. Me eché a llorar sin amor ni belleza, sólo la luna.
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Siento la indomable necesidad de escribir estupideces.
Acabo de poner el título y de repensar un poco esto. Sí, es una necesidad criminal en algún sentido. O en varios.
Adiós.