era normal

La verdulería estaba a mitad de cuadra, él pasaba por la puerta entre cuatro y cinco mañanas y entre tres y cuatro tardes por semana. Si pasaba temprano veía a la señora, sentada redonda atrás del mostrador o acomodando la mercancía en la vereda. Nunca un hola, un chau, un cómo está, nada. Sin embargo, ella siempre lo miraba, siempre parecía saber el momento justo en que tenía que levantar la cabeza para verlo pasar. Y no decir nada. Si pasaba casi de noche veía a la chica. Se parecía a la señora pero era unos veinticinco años más joven. De cara redonda y curvas imaginables. Muy joven, en verdad, juraría haberla visto alguna vez en uniforme escolar. Ella también lo miraba sin decir nada. Él le devolvía la mirada.

Después, por supuesto, se sentía culpable. Era una niña, una piba de secundaria. Se paraba en la ventana, donde ¿la madre? nunca, y miraba a la gente pasar. Jamás la vio vender nada. A veces veía a la madre tratar con clientes, compraban, se iban, charlaban, todo normal, como en cualquier verdulería. A veces pasaba y la puerta estaba cerrada, y las verduras habían quedado afuera y no había nadie que atendiera. Era normal, también. A veces había un perro en la puerta, un perrito negro despeinado, con cara de bueno. A veces había un gato gordo y blanco. A veces había un niñito morocho y triste. A veces no había nada y estaba cerrado porque se le había hecho muy tarde en el trabajo y sólo en esos casos pensaba que si estuviera abierto compraría un par de manzanas. Pero a veces hacía frío y pensaba en comprar verduras para una sopa y en cambio llegaba a su casa y se preparaba un sándwich frío también, con pan lactal, queso y mayonesa. Nada más. Era normal no querer cocinar a esas horas para él solo. Era normal sentir el ruido y el dolor y el frío también en las tripas.

Una vez el perrito le ladró y se sintió muy triste. Choquito, le decía al perrito siempre, hola Choquito, buen día Choquito, qué hacés Choquito, andá a dormir Choquito si era muy tarde, siempre al pasar, algo le decía. Y el perro miraba, sin decir nada. Cuando le ladró fue una sorpresa y una desilusión. Algo se había roto, una armonía que parecía construida con el cuidado cariñoso de un niño que arma un castillo con maderitas. Pero los niños construyen cosas para poder tirarlas después, el tenía que saber eso. Los niños no conservan las cosas que crean, rompen las estructuras, regalan todos los dibujos que hacen. Los niños no guardan esas cosas, es normal, está en ellos. La propiedad intelectual es un concepto absurdo para los niños. Supongo que para los perros también.

Pero los perros y los niños sí tienen afecto por la rutina, por los rituales cotidianos. Los niños adoran los rituales, los he visto, lo sé. No me engaño en esto. Los perros también. Incluso los gatos. Él pensó que con ese perro tenían ya un ritual establecido. Él lo llamaba Choquito, el perro miraba y sonreía. Sonreía como sonríe un perro, mirando y moviendo un poco la cola, pero quizás el Choquito no movía la cola y el no se daba cuenta de esa parte, y de lo que podía significar. Quizás el  Choquito no estaba contento con esa rutina. Pero lo más probable, pensó después, triste, desproporcionadamente triste, era que el perro no compartiera su rito. Adiós, Choquito, fue entonces.

Siguió pasando con frecuencia, siguió mirando hacia adentro. Le daba vergüenza haber sido desairado por el perro, creía que la dueña, que había visto y oído al perro ladrarle, y seguramente había escuchado su “me ladrás, Choquito, a mí”, se había burlado de él en silencio, ratificando el significado de aquel rechazo del perro: se había tomado atribuciones que no le tocaban, se había creído amigo de un perro que no era suyo, que no lo correspondía en su interés, que no tenía por qué corresponderlo. El mundo era un lugar duro y no era tan fácil hacer amistades. Ni siquiera con perros despeinados, en apariencia desaprensivos. Mi perro no es tu amigo. Conseguite tu propio perro.

Él no quería tener perros. Quería ser querido, nada más. No podía tolerar la hostilidad del mundo. Pero lo hacía, seguía caminando, pasando por la verdulería, así que eso debe ser una mentira. Seguía pasando y dos tardes seguidas, cosa rara, vio a la chica.

Asomada a la reja, cara pálida de luna de ojos grandes, pestañas largas, la sensualidad concentrada en el piquito que forma el labio superior cerca de la nariz, que no sé cómo se puede nombrar mejor. Pecas. Lo herían las pecas, siempre lo habían herido las pecas, un deseo de morder muy grande. Recordó al Choquito y habría ladrado. Gruñó un poco por lo bajo, para ser sincero. La chica le mantuvo la mirada al paso. La segunda vez fue parecida, pero él casi la saludó. Casi.

De haberla saludado, se quedó pensando, alguna otra cosa se habría roto. No creía haber construido un vínculo tan pronto con la chica, primero que después de lo del perro se sentía un poco escéptico, segundo, y principalmente, no era tan fácil, lo sabía, no era ingenuo. Pero sí había un misterio en las miradas, una situación que podía muy bien encerrar todas las posibilidades del universo conocido. Una mirada puede ser el puente que lleve a casi cualquier intercambio entre dos almas y dos cuerpos. Un hola buen día, no. Un hola buen día puede terminar, a lo sumo, en un satisfactorio intercambio de dinero por vegetales. Quizás estaba siendo un poco idealista por un lado y otro poco deprimente por el otro, sí. Pero así eran las cosas.

Siguió sin saludar a la madre y a la hija. Retomó, sin embargo, sus saludos al perro, pero adoptando siempre un aire formal, más propio de sus relaciones actuales; ya nada del tono íntimo de días pasados quedaba, aquel lazo se había roto, era evidente para cualquiera que los viera saludarse. Este estado, frío, flemático, de las cosas le permitió darse cuenta, por fin, de que nunca había visto a la señora y a la chica juntas. Pensó que ni siquiera sabía si eran madre e hija, quizás eran ambas empleadas de la verdulería (¿de quién era el negocio entonces?) y cubrían distintos turnos. Quizás ni siquiera se conocieran. Bueno, no, eso sería demasiado. Aparte, seguía vigente el parecido entre ambas.

Muchas veces veía a la señora asomada detrás del mostrador, por algún motivo agachada de forma tal que sólo mostraba la cara, y pensaba que era la muchacha. Y quizás era. Otras veces veía a la chica muy repentinamente, en la reja, tan de cerca que no llegaba a abarcar más que la redondez de su cara, y pensaba que había visto a la mujer. Y tal vez. Pero la mujer no se ponía cerca de la reja y la chica no se sentaba tras el mostrador. O tal vez sí lo hacían sólo que él daba por sentado que la cara en la reja de la ventana era siempre la chica y la cara sobre la tabla junto a la balanza era la mujer.

Empezó a obsesionarse con esto. Empezó a pasar dos veces al día de lunes a viernes. Esperando verlas juntas. Veía más a la señora. Muy de vez en cuando veía a la niña, siempre casi de noche. Siempre las dos lo miraban. Era normal. Todo era o parecía normal. Y eso lo volvía loco. Tuvo que soportar las miradas curiosas del perro, que algo sabía ya. Sospechó también que la mujer creía que él andaba atrás de la niña, que lo miraba con cara de mirar a un pervertido. Conocía bien esa cara. Él mismo la había usado muchas veces. No sabía cómo quitarse esas sospechas de encima. Lo peor era que podían ser ciertas. La chica, las pocas veces que la veía, lo dejaba dando vueltas como un trompo.

Pero, ¿podía ser que fueran la misma persona? Lo tranquilizaba pensar que a lo mejor era la señora la que lo volvía loco, si bien aparentemente había más diferencia de edad entre él y la mujer que entre la chica y él, la ilegalidad lo aterraba. Si las dos eran la misma eso quedaba fuera de cuestión, no podía tener dieciséis años y parecer de cuarenta. Debían tener una edad intermedia, treinta tal vez. En algún momento se convenció de esto: eran una mujer de treinta, treintaicinco años que se veía muy favorecida con poca luz, y muy afectada por la luz catódica que iluminaba el local (al estar en la ventana, la luz quedaba a sus espaldas, en el mostrador les daba de frente). Todo estaba bien.

Dejó de pasar por la verdulería para evitar que algún dato chocara con la verdad que había construido.

Esto duró así quizás un mes. Un mes tranquilo, de saludar gatos que no lo miraban y de mirar kiosqueros que no lo saludaban.

Pero una noche encontró al Choquito a cuatro cuadras de la verdulería, lo había atropellado un auto, asumió, pero quizás había sido una moto, un camión no le pareció que pudiera ser porque el perro estaba vivo, medio grogui, lloriqueando. Se le rompió el corazón y fue incapaz de mantener la impostura desafectada. Alzó al Choquito en vilo, toleró con estoicismo un par de gruñidos, entendió que, al fin y al cabo, el perro estaba sufriendo y no sabía lo que decía. Corrió hacia el local.

Encontró cerrado (era muy tarde), pero estaba la ventana abierta, llamó, chifló fallidamente, hizo palmas, descubrió el timbre y lo tocó. Al poco tiempo salió la mujer. Que agarró al perro entre sus brazos, le preguntó qué había pasado, como acusándolo, francamente, pero él también lo soportó, casi heroico ya, contestó, la mujer agradeció y salió corriendo a buscar al marido. Carajo, pensó, tiene marido. ¿Dijo marido? ¿O dijo Juan? ¿O no dijo nada? El seguía en la puerta cuando abrieron medio portón del garaje y salieron en moto la mujer y Juan.

No cerraron. Durante más de un minuto y medio no pasó nada. Se asomó entonces a la puerta  y vio a la chica en ropa de cama, una remera verde larga hasta los muslos y medias lilas.

Se sintió culpable de muerte y sin ser capaz de pensar dijo buenas noches.

Al día siguiente compró seis manzanas a la señora, se enteró de que el perro estaba bien y de que se llamaba Pelusa, y ya nunca volvió a pasar por la verdulería de tarde o de noche.

maracas de la cordura

I
Vino la de los agujeritos
toda bonita y apurada
y altísima vino
pasó con tres zancadas
y una sonrisa
preciosa y desprolija
por delante de mí
se fue para el jardín
se puso a sembrar
me pidió una azada
un canasto y dos maracas
yo, servicial
no pregunté nada.
 
II
Le llevé sus cosas
sonreí
no tan largamente
como hubiera podido
y partí adentro
cualquier cosa avisame
lo que quieras
le dije, lo que quieras
decime y acá estoy
me deshago en ganas
de poder deshacerme
por vos, si por mi fuera
me pondría ya mismo
a morirme por vos
si me dejaras empezar
tengo listas las tijeritas
de cortar la cordura.
 
III
Pero así como vino
se fue en tres zancadas
yo estaba todavía rumiando
aquella pavada de las tijeras.
 
IV
Me dejó parado
rumiante bípedo
y obviamente implume
con una maraca en la mano.