una cosa a definir(se)

Si la creación de alguna cosa es la propia muerte de la cosa, y mi nacimiento trajo consigo mi defunción, la única pregunta justa es ¿esa muerte implícita, es meramente un fin en detalle grabado a las plantas de mis pies que apenas se arrastran, o es una finalidad descrita, escrita y desleída en cada paso, en cada movimiento, en cada arrastrarme? ¿Es esta muerte la muerte inmanente que se me escapa de la boca entre estertores y carcajadas, o la muerte consabida final y paralizante que se me pierde y me gana a un tiempo a cada suspiro nostálgico? Nadie me responderá. Deberé esperar al final, a ese final que de cualquier manera llevo trazado en el paladar y en la nuca, a ese final que me espera pacientemente preguntándose casi sin curiosidad ¿cómo habrá de elegirme?

cómo escribir bien

Me siento a leer el texto. Mañana tengo examen, y ya es inevitable. Leo un párrafo, ajá. Otro, sí… Otro más… Basta. Apenas he leído una página y ya quiero arrancarle el esternón a la autora… ¿estará esto bien? No, pobre señora, de ella no es la culpa. La culpa es de la profesora que nos da el texto, o es mía. Muchas pruebas apuntan sus armas hacia la profesora, mujer cruel y que ha de saber íntegra a higo rancio machacado con cal. Esta señora impía nos hace cargar con una materia enteramente inútil, a sabiendas de esto, prestándole una excesiva atención que no nos exige ninguna de las otras, las que son realmente útiles, lo sepan o no. La dama pérfida nos fuerza a estudiar (no sólo a leer, que ya sería mucho) el terrible (terrible por lo inútil e inexorable, como son terribles los mosquitos y los dolores de muela) libro de G.R. ¿Y para qué? Para aprobar sus pequeñas y afiladas vallas, sí, pero en verdad, más profundamente, para roernos el alma, para enrostrarnos nuestra ignorancia haciéndonos caer de rodillas y arrastrar por los salones las bocas (jetas, rucas) sangrantes, ardientes del ardor de la soberbia regurgitada y vuelta a masticar y tragar y regurgitar y morder y tragar con la lengua hecha un coágulo empujando para atrás… Pero puede que sea mi culpa, eso dicen algunos hechos. Puede que mi ansia y mis expectativas y mi orgullo sean los culpables de toda esta sangre manchando la pantalla. Puede ser. Puede ser que haya esperado algo muy equivocado de una carrera de Letras… ¿Sí? ¿Tan errado es no esperarme este choque con libros escritos para idiotas neuróticos, o planeado para explicarle el lenguaje a gente caída de Urano? ¿Tan errada está mi paciencia al escapárseme cuando se me pide escribir como si fuera una maestra estúpida de primario dictando clase a pequeños niños de cráneos vacíos? No creo… Creo que este tipo de cátedras deberían ser eliminadas violentamente del plano de lo real. Creo que este tipo de profesoras estarían mejor, y le harían un mayor bien al mundo, barriendo veredas o redactando minuciosas instrucciones para abotonar sacos o subir cierres de pantalones.

ensayo nimio sobre los medios

Del medio hacia delante

 

¿Cómo conocemos el mundo? Pregunta trillada, ¿no? Se podría decir que Descartes ya lo pensó lo suficiente, tipo de idea que acude con frecuencia frente a una enorme cantidad de temas tan conflictivos como inagotables ante la mente humana, sea esta laboriosa o más bien remolona. ¿Qué vemos cuando vemos? Podemos hablar de la mediación imperfecta de los sentidos, de la falibilidad de nuestra razón, de la subjetividad que imponemos a cada evento, e infinitos irrefrenables etcéteras. Podemos hablar de todo eso, sí, al hablar de la propia percepción de la realidad (suponiendo previamente, claro, que esa realidad existe); pero, ¿cómo llega esa realidad hasta nosotros? ¿qué caminos recorre esa realidad hasta presentarse ante nuestros bastos sentidos? Está claro que hemos pasado a hablar de una realidad en segunda acepción (verdad), y que no hacemos referencia a la realidad del par de zapatos bajo la cama, o de las llamas en el hogar de Cartesius, hablamos de una realidad social, general, de todo eso que sabemos, o pensamos que sabemos, que está pasando afuera, sea en nuestra localidad, en la provincia vecina, o en cualquier punto del resto del mundo, pero que no podemos percibir directamente con nuestros sentidos. Hablamos de ese conocimiento que en ningún momento dejamos de libar de una infinita cantidad de fuentes infinitas. Piénsese que estamos hablando de casi todo lo que ocurre en el mundo y lo afecta, y nos afecta a nosotros; y que lo que nos pasa a cada uno de los que en este momento pensamos en lo que nos pasa representa una parte apenas existente dentro de esa totalidad. Entonces, ¿cómo conocemos todo eso que no podemos presenciar? “A través de los medios”. Gracias.

Y ahora retomamos las preguntas con las que empezamos, e incluso, en parte, los conceptos planteados anteriormente, a saber: “mediación: falibilidad y subjetividad”. Conocemos “el mundo” (es más: sabemos que hay un mundo) gracias a los medios; pero ¿qué le ocurre a ese mundo para poder apretujarse dentro de una pantalla de televisor, o asomarse entre las páginas de un diario? Indudablemente no es “el mundo”, si no una porción de él, una selección de la realidad, lo que escurre de los parlantes de la radio o salta desde una página de internet. De la misma forma en que puede decirse que lo que vemos u oímos con nuestros propios sistemas de percepción es también una selección dictada por las posibilidades de los mismos (no oímos ciertas frecuencias altas, no vemos los rayos infrarrojos, etc.). Selección ésta en la que también influye la subjetividad de nuestra voluntad, ya sea conciente o inconciente. Y bien, pero en el caso de los medios ¿cómo se realiza esa selección? Los medios funcionan igualmente signados por esas dos características. Nadie podría abarcar todo lo que sucede, ni aún estando interesado en dicha labor, ni hacerlo desde todos los ángulos posibles. Y nadie puede comunicar nada dejando de lado lo que él mismo es, no existe quien se quite las ideas como un sombrero, ni pueda guardar sus estudios en el armario, junto a sus inagotables ignorancias, sobre su fe y sus valores, etcétera.

Estas refutaciones parecen obvias, pero es necesario que se hagan para tratar debidamente el término “objetividad”.

¡Oh! ¡La Objetividad! ¡El primer pendón alzado por los justos! Una rosa de humo, podría decirse. Triste y pobre y trillada metáfora, pero vale. La objetividad es una utopía, una entelequia, una quimera (todas palabras bonitas que sirven para denominar lo que sería tan, tan lindo si realmente fuera), llanamente: es imposible. La objetividad se plantea como un concepto siempre deseado al hablar de comunicación, y se lo sitúa como un ideal. Esto es un error, y uno muy grande: cuando el ideal es inasequible, la práctica toda pierde sentido y se estanca en la mediocridad (entendida como lo que realmente es: la mitad del camino hacia la cima, ese ideal).

En un gran paréntesis y casi como dato anecdótico, se puede mencionar que la idea de objetividad ha intentado inmiscuirse también en otras áreas de la labor humana, como ocurrió en la literatura (la Escuela de la Mirada: con Robbe-Grillet a la cabeza), donde, por suerte, encontró menos adeptos y causó menores inconvenientes.

De esta forma, concluimos que es necesario eliminar el uso de este concepto al hablar de cualquier relación del hombre con su entorno: ¡Porque lo objetivo intenta excluir al hombre, y tanto percepción como expresión no pueden prescindir de él!

Entonces: los medios, justa y redundantemente, median entre nosotros y la realidad, presentándonos apenas una fracción de la misma. Lo que determina los límites de ese fragmento es la subjetividad, inalienable de toda actividad humana, que a su vez engloba un punto de vista físico-práctico, y uno abstracto-teórico, del cual hablaremos a continuación.

 

Del medio hacia atrás

 

Dijimos ya que no es posible para el hombre encarar ninguna actividad sin acarrear consigo su corpus intelectual (entendamos, por favor, amparados en la Academia Española, “lo intelectual” como “lo incorpóreo”, no únicamente como lo que es propio del entendimiento), el cual influirá indefectiblemente en cualquier obra que emprenda. Bien, entonces preguntamos, con franqueza e ingenuidad, ¿cómo se compone el bagaje intelectual de los medios de comunicación? Y encontramos que la respuesta se divide en muchas partes nada pequeñas e imposibles de desmerecer. Veamos:

Empecemos con los que pueden considerarse como menos perniciosos: los relacionados con las áreas del conocimiento y los gustos. Estos conciernen principalmente al periodista que tiene entre sus manos una noticia, o la decisión de volcarse hacia la cobertura de un hecho u otro. Estas inclinaciones van a definir lo que se diga y cómo se lo diga, siempre formando opinión e instalando temas de agenda, y delimitando la oferta periodística, quizás enalteciendo un elemento, desmereciendo otro y desestimando completamente al resto, pero en la mayoría de los casos su obrar suele ser menos dañino y, sobre todo, más franco que el de otras de las facciones intelectuales de la comunicación masiva.

Los factores económicos son, quizás, los más difíciles de encasillar dentro de este grupo. Su carácter no está alejado de lo material, para nada, pero lo que analizamos es su influencia, que es, sin duda alguna, un fenómeno abstracto. Los medios se mueven según intereses económicos, ¡vaya novedad! Es sabido que el primer espacio en disponerse al armar un periódico es el publicitario; lo que indirectamente, o no tanto, nos dice que lo más importante para el medio es el ingreso financiero. Preguntar si esta realidad afecta a la información sería el colmo de la candidez. Todo medio se ve limitado por sus relaciones económicas con tal o cual empresa, sobre la que muchas veces no se pueden decir ciertas verdades, por ejemplo.

La inclinación ideológica del medio, y de su público, al que debe ser fiel, es un factor que altera en muchos casos la comunicación hasta convertirla en mera confirmación del pensamiento del receptor. En estos casos el medio se vuelve un espejo de las ideas de su público y descuida su función informativa y formativa. Pero el mencionado es sólo un caso de los posibles. Debemos decir que lo ideológico puede dividirse en dos categorías: política y religión. Ambas son similares en la forma en que coaccionan la información, y se diferencian en los fines. Las dos comparten su basamento en una escala de valores y en una moral específica, a la que la política le suma ideas propias de las ciencias a las que hace referencia. También comparten su ligazón a ciertas tradiciones, que el público específico de cada medio espera respetadas. Otro dato a agregar es que pueden influir las tendencias ideológicas de los periodistas a pesar del medio, pero en muy pocos casos y principalmente al tratarse de religión.

Otro agente importante a la hora de ver por qué los medios dicen o dejan de decir algo, son las amistades, o relaciones, el llamado “amiguismo”. Es también propio de los medios y funciona de forma parecida a como lo hacen los factores económicos.

Dentro de esta categorización falta mencionar muchos de los aspectos que condicionan a la información, pero la idea es dar un vistazo general, no aturdir a nadie con posibilidades inacabables, como podríamos encontrar al tratar estos temas.

 

Del receptor, ¿hacia dónde?

 

Entonces, todos los factores citados anteriormente, sumándose aquellos que quedaron sin abordar, está pesando sobre las espaldas de los medios cada vez que nos acercamos a ellos para nutrirnos de información, y también cada vez que esa información nos llega sin ninguna búsqueda de nuestra parte (agregándose, en estos casos, la subjetividad y la falibilidad propias de quien nos trae la noticia), y todos esos elementos penden también de la noticia que muchas veces consumimos ingenuamente. Lo útil de tener en claro esta situación, es que podemos plantear algunas alternativas para lograr que la comunicación masiva sea más franca, o al menos estar preparados para que no nos vendan cualquier manzana podrida.

En cuanto a los medios las ideas serían dos: reemplazar el término “objetividad” por el de “rigurosidad”, e intentar plantear una “comunicación sincera”. La primera idea apunta a subsanar las falencias físico-prácticas del periodismo, y a exigir a los periodistas que, si bien no pueden comunicar todo lo que pasa en el mundo, ni abarcarlo desde todos los puntos de vista existentes (ni hacerlo cual tabula rasa), que procuren comunicar con rigurosidad, asegurándose de que lo que dicen es “cierto”, comprobable, al menos, y no está sujeto a más subjetividades que las inevitables según el caso. La segunda propuesta parece más compleja de ser llevada a cabo, ya que constituiría toda una revolución para el periodismo. Se trata de la idea de que todo medio de comunicación exprese previamente su postura, dejándola en claro ante el público para que este sepa en todo caso por qué le llega esa fotografía de la realidad y no otra.

Y queda preguntarnos: ¿qué puede hacer el receptor para no quedar atrapado por los designios arbitrarios de los medios de comunicación? La respuesta a esta pregunta es muy simple, aunque pueda sonar paradójica: consumir una enorme cantidad de medios. Es así, debemos tratar de contactarnos con la mayor cantidad posible de versiones parciales para visualizar la mayor parte posible de la totalidad y así formar una idea propia sobre ella. Debemos aprehender todas las limitaciones que nos sea dado conocer en pos de poder alcanzar la liberación. En fin que todo producto humano (y esto es una hipótesis para tratar aparte), toda actividad artística, sobre todo, pero también toda búsqueda de conocimiento, es una limitación en sí, un callejón sin salida, una jaula contra cuyos barrotes debemos hacer restallar nuestras cabezas, un compartimiento estanco más de un vastísimo campo de ellos, los cuales debemos explorar para lograr forjarnos una idea más global de la realidad en que habitamos.

 

corto -fricción y ficción-

Avanzaba con su andar de lampazo añoso y ralo, hiriendo las zonas ya desprotegidas e ineptas para el trabajo, raspando contra la piedra atenta y dura, restregando sus incapacidades contra loza, parqué y mármol con igual desinterés exhaustivo, enajenada diligencia encarnada.

Caer al piso deseado lustroso y alzarse, siempre en la metáfora malograda, eran dos acciones forjadas en una por la necesidad, la decencia, la conveniencia, la lógica más lábil. Pero no ya; a tal punto maltrecha la realidad inerte –que pareciera de tan inerte perenne, inalcanzable para los años por su sola incapacidad para el avance o simplemente el movimiento, izquierda, derecha, centro, media vuelta, abajo, abajo, abajo-, a punto tal maltratada, que no permite la activación de ese primigenio enlace que ata el caer-levantarse en mismo proceso natural, y pareciera que sólo la muerte está facultada para revocar. Pero allí está la incapacidad vedando el impulso –no la acción, entiéndase la diferencia abisal- de alzarse y continuar, o huir, o rascarse las rodillas y estarse un segundo pendiendo de la más dulce irresolución per se. Pero allí está, y nada.

Y nada parece poder azuzarla, forzar la acción o el deseo de acción; y es que ese deseo ha sido corroído hasta su exterminio. Y no por el exceso de uso, sino por el mal uso continuado, por funcionar, el deseo, como auxilio de otras partes ociosas –y no está en mí la intención de alzar el dedo acusador, clamar talento o amor; aún escudado en la perífrasis-.

quentin

Mis ojos se cierran, se aprietan porfiados dentro del insomnio atroz, quieren dormir a fuerza de presión y llanto, y calla, calla, pasará, serás feliz. Pero mis ojos no pueden ver a Quentin asomando desde las sombras impuestas, no pueden oír su voz alzándose en la mía, la mía propia, diciendo lo que cualquiera sabe que él diría, lo que me es imposible reproducir. En ese momento somos Quentin, él y yo, su fantasma bello y mágico y penoso y el mío mustio y enteco en la misma pena -a mis veintiún años, contando ya más de los que él contaría-.

Ninguna luz se filtra en mi cuarto para iluminarme su ausencia de espectro, su presencia de pensar lacerante y cruel, esa lógica del abandono y la equidad. Imposible. Pienso en él, y soy él en esta noche, él que solucionó de la carne los pesares, pero que aún es un fantasma arrastrando ideas(cadenas) por mi oscuridad. Él que sintió el terror y poseyó el coraje, él que repudió el talento y el esfuerzo en partes iguales y justas –bromea la justicia con nuestras nimias realidades-, él que por todo mal quiso no un cielo privado, sino un infierno exclusivo para los dos. Para él y para ella, que se alejaba aunque ya estaba lejos, que fue imposible siempre y se esforzó por dejarle en claro que nunca serían juntos, ni cielo, ni infierno, ni madreselvas regadas por la llovizna del húmedo sur. Nada. Y ahí está el génesis de todo el dolor, la congoja que es una con el alma, el desencanto cohabitando con el espíritu –amancebando con el espíritu en salvaje burla-; está donde se encuentra la prohibición que precede al deseo, esa que luego se agrava y se acerca a la mía, a esa mía que tampoco me dio nunca opción a sortearla, esa que se yergue amenazante ante el deseo infantil y cándido, ese pobre deseo de chiquito que sólo exige equidad.

Y aún Quentin en el filo de la noche y el sueño, y aún bajo las sábanas ya tibias, ya ardientes, sobre la almohada empapada. Y todavía Quentin bajo el latir de mis párpados que no dejan ver lo que de todos modos no verían mis ojos, párpados que funcionan como las traiciones de ella, la inalcanzable, la que lo era incluso antes pero lo talla con fuerza en la blanda realidad, en la superficie frágil del espíritu epidérmico del amante. Y él que me dice con mi voz eso que se sabe, eso que todos saben que él va a decir con la voz de cualquiera, eso que me obligo a oír pero me niego a creer, eso que parece tan lógico e injusto, incluso lógico por su falta de toda justicia, eso que florece como única respuesta y salvación en el desierto de sombras.

-La dualidad práctica nos enseña a revisar los ambos lados de cada partícula de sí. A eso que oigo se opone mi infierno privado, ese que él rehusó caminar, junto con el talento; ese infierno del esfuerzo y el silencio, de los ojos apretados, del pasará, serás feliz, calla ya, ese infierno de Quentin Compson cada noche.-

corto -brote de filantropía I-

Mi sensibilidad hace a mi misantropía; el mínimo roce de la realidad acre del mundo me transporta al rencor más acérrimo. Pero esa misma predisposición del espíritu me puede llevar a una, quizás mal llamada, filantropía. (Al fin y al cabo estoy convencido de que entre ambas posturas no hay mayores diferencias sustanciales).

Aquel hombre me hablaba con tristeza, tal vez con una pesadumbre cansina, y me hablaba de poesía, de escritores, de publicaciones. Entonces tomé la revista -tomé dos revistas- entre mis manos torpes en la farsa, ojeé los poemas sin leerlos bajo aquella luz ensimismada, le temí a aquellas letras nóveles edulcoradas con pretensión estanca, comenté, pregunté y repregunté, pero el tono no cambió, no podía yo hacer nada. Sentí mi alma encogerse y mis ojos querer lagrimear. La voz del hombre triste de letras tristes me hería muy hondo. Tuve que huir.

pupa

-¿Sabés qué pasa? Es que me gustó «moscas». Simplemente eso, me gustó y quiero que sea mi carta de presentación.

-Para eso declará terminado acá el blog, dejá sólo moscas. O, ¿sabés qué? podés editar ese texto, un sólo texto no puede ser muy difícil, lo publicás en cualquier lado y listo, no tenés que escribir nunca más nada, ya está, sos moscas.

Y soy ahora mismo moscas, encerradas en una caja de cristales pardos.

Temo no ser mejor que ese texto, o que algún otro, temo no tener nada más que ofrecer y es por eso que no escribo nada ya. Es cierto que me da miedo la posibilidad de haberme perdido en el camino. Y también es cierto que dudo de si el camino es un avance o un ascenso, o es simplemente un camino hacia afuera. También me cuesta definir el punto de referencia; ¿un avance sobre el mundo o sobre mí mismo? No sé cuál temería más.

Por lo pronto tengo que reencontrarme con las letras. Tengo que confiar. ¡Es tan pronto para estancarse! Además, suena muy ridículo «quedar estancado por miedo a estancarse».

Estoy protegiendo a mi amor propio de la realidad. No está bien. Me sorprendió encontrar un ataque directo hacia mí en un texto de Arlt; me llama «monstruo del amor propio». Dice, tal vez, que la única forma de sustentar la idea de mí que sostengo, es no actuar, no confrontarla con variables reales… O eso le entendí. No me ofendió. Pero me motivó a demostrarle que puedo verme reflejado en cada articulación de la llamada realidad.

(«¡¿Qué diablo de revolución es ésta si no fusilamos a nadie?!»)
(«Si es el tiempo, tan lejano e incomprensible, aquello que nos constituye y, en su huída, nos arrastra; nuestra revolución, la revolución de la carne, de la vida, estará erigida e impulsada por la espesa realidad  de la sangre»)

(La «pupa» es la crisálida de la mosca; posibilidad y sordidez)

moscas

Vuelan, se retuercen las manitas repugnantes. Se agitan en mis oídos, mi cabeza convulsiona. Mis manos la siguen, luego mis pies. Pero es inútil, ellas vuelven, siempre vuelven. Siempre vibrando, en constante y espasmódico movimiento. Contorsionan en ridículas cópulas; no dejan de volar. Movimiento en purísimo estado.

Giran sobre mi cabeza, a su alrededor, dentro de ella. Nombres, son pensamientos: insidiosas y versátiles como el pensamiento; vesicantes, crueles como los nombres en mi mente y en mis labios. Inasequibles. Las manos se cierran en el aire; los labios pronuncian en el vacío incólume de la noche. Imposibles.

Son eternas sus representaciones, una tras otra, tras otra, tras otra. Vuelan indestructibles. Se nombran, se sienten, son una, todas, y actúan. Se saben inmunes. Arriba, abajo, afuera, dentro; no hallan resistencia. Los labios se agitan dulcemente, la lengua viaja construyendo sonidos sordos; convulsa cabeza, manos, brazos, piernas, boca, nombres, sombras, moscas.

Se agita una mano tapa la boca el nombre permanece la mosca sobrevuela. La mano golpea el espacio vacío, se agitan los nombres, se revuelven, se entremezclan, siguen siendo uno, volando como uno, copulando y sobreviviéndose a sí mismos, siempre como ese uno sempiterno; mosca repugna sus manitas restriega el aire se mueve la voz que vuela, lejos en mí.

Moscas nombres resbalan a mis manos torpes; nombres moscas estallan contra mis labios, huyen para volver a nacer. Motas de aire negro, de aliento hórrido y mortal, lágrimas secas opacas, cicatrices de realidad. Vibran, contorsionan, palpitan como un solo temor eterno, dilatan las penurias de la noche vacía, el insomnio de la angustia. Saltan entre los sueños de ojos abiertos, yendo y viniendo en la lobreguez, estallando muda y eternamente, cantando en silencio zumbante la soledad.

ahogarse en letras

Hace ya algunos años me di cuenta de que leer un libro es para mí mucho más que seguir una historia, conocer algunos personajes, instruirme alegremente. Tal vez fuera «El túnel» la obra que me enseñó los peligros y las glorias de encerrarse en un mundo ajeno (Quizá pueda haber sido «Noches blancas», o «La metamorfosis», o «La naranja mecánica»; eso carece de interés ahora, aunque a lo mejor hubiera resultado mejor para un pequeño aprender junto a textos más esperanzadores). «Al final, sólo había un túnel, oscuro y solitario, el mío» (esa frase he decidido no copiarla y plasmarla tal y como la recuerdo). Cuando alguien vive intensamente un libro así, se mimetiza con cada partícula de su ambiente y deja al personaje (umbrío, solitario, desesperanzado, o bien optimista y lejano filántropo, o ese habitual ser de absurda inteligencia y diáfana locura), y a cualquier tribulación de éste, penetrar hasta lo más profundo de su propio ser, es imposible que resulte indemne. Juzgo harto difícil que algo de todo eso no quede albergado en su alma, en su razón, en su expresión. Pero aún más dificultoso se hace, y en mi caso es francamente imposible, lograr que el fantasma del libro no nos invada, aunque sea una posesión fugaz o imperceptible, durante su lectura.

Yo he sido el fantasma de Martín, el de Vidal y el de Bruno, el de la caótica Buenos Aires, el de la paranoia constante, el de los engaños avistados desde los ojos pardos del amor, el de la desesperación de ver a MI Alejandra (¡de labios despectivos!) perderse entre tinieblas insondables. Fui todo ello en un tiempo, y sufrí todo aquello intensamente; pero siendo Martín fui también yo, acentué mi yo, afirmé mi yo en la obra, caí en un pozo de ciega y hermosa locura, del que pude salir para tomar entre mis manos otro amasijo de letras, presto a ser abierto y cobrar vida en mí.

He sido el espectro de Antoine Roquentine. ¡Y qué ágil me sentía dentro de tamaño espíritu! En grande he disfrutado de esa estadía. He sido también poseso de Jean-Baptiste Grenouille, ¡y he tornado en alguien tan diferente a mi idea de mí, he descubierto tanta fría maldad en mi propio ser! He sido Don Quijote un buen tiempo también, pero eran días de opaca vacuidad, y apenas tomé algunas formas del hidalgo. Sin duda no me he divertido nunca más (dentro de éste juego de alto riesgo) que sintiendo dentro mío el espíritu de algunos personajes de Bioy Casares, ¡tan reales ellos, tan llenos de vida! ¡Tanto más que yo! He sido Aleksieyi Ivanovich, fiel a su amor cortés, pero tan poco fiel a mí mismo y a la realidad, ¡tan entregado a mis vicios! Me invadió la sutilmente perfecta ánima del Siddhartha de Hesse, que colmó mi cuerpo de una calma parecida al desencanto, de una sed tan cercana al hastío, y de una amabilidad general lindante con la misantropía (que ya había logrado hacer parte de mí con lecturas y realidades anteriores).

Uno de mis fantasmas preferidos es y será siempre, sin duda alguna, el de Harry Haller. Sentí que habíamos siempre sido uno: él, su lobo, yo y el mío; errando por tiempos erróneos. La experiencia de vivir dentro de «El Lobo Estepario» fue inenarrablemente intensa. Mi yo (ahora definido «anacoreta») se veía multiplicado, mientras mis convicciones eran saeteadas de realidad hecha prosa, al mismo tiempo que Haller encontraba un mundo nuevo y prometedor (¡y comenzaba yo a sopesar posibilidades!) tras el mohín ambiguo de una bella joven. ¡Con cuán lograda representación de mí me encontré! ¡Y cuán fácil me fue servirme de su espíritu para afirmar el mío propio, justificarlo y hasta convencerme de que podía ser salvado de él!

También fui, gracias a Fedor, su lastimero habitante del subsuelo. Fui un hombre enfermo, malvado y desagradable, que no logró siquiera alcanzar a ser plenamente nada de aquello. Y era, otra vez, doblemente yo. Qué bajo caí esos días llenos de goce. Yo, ermitaño, misántropo, patético charlatán, superior espectador de «lo bello y lo sublime»; yo, alimaña insignificante. ¡Y cuánto me odié por haber dejado ir a Lisa! Pero más lo hice por haberme sentido superior, por haberme mofado. ¡Yo! Pero era una unidad con el libro, podía reconocerme en cada frase, y cada una de ellas se transformaba en un gesto mío, y cada pensamiento mío podía aparecer, lacerante de cruel ironía, al dar vuelta una nueva página.

Ahora sufro los embates de las agrias mieles de Humbert-Humbert. Y Me desvivo por Lolita (que se llama Victoria y no se ve emparentada en ningún sentido con la ninfúlica Dolly, salvo dentro de la prosa que envuelve mi razón). «No hay en el mundo nada más terriblemente cruel que una niña que se sabe adorada» (o algo similar). ¿Por qué debo creerle a éste farsante? ¿Por qué no puedo evitarlo? Odio a Humbert y a su Lo, porque no me dejan ser quien debo en éste momento (fundamental, por cierto). Debo, tal vez, buscar un reemplazo, un libro más acoplable a mi ánimo cotidiano; mejor dicho: a mi ánimo ideal.

Me satisfaré escuchando a Silvio Rodríguez. Al fin y al cabo fue el suyo el primer espíritu del que me vi presa, antes siquiera de tener razón corrompible o sublimable.

vida

Hoy es mi cumpleaños, es tarde, he tenido un día de gran agitación. Me veo en la necesidad de dejar algo… tengo un pequeño texto que escribí una noche de éstas, pasadas varias copas. Lo corregí un poco y ahora lo tiro al mundo libre. Quien lo lea, sea piadoso. Bah, ya saben como serlo, y no se les exigirá mucho ya que es algo muy parecido a todo lo demás… Nos vemos, me voy a descansar con mis veinte años a cuestas.

 

El tiempo corre, inexorable. La sangre también, se desliza por las calles como lluvia acumulada de días desubicados en el calendario que pretende exactitud. Pero no hay precisiones cuando se habla de personas reales, con huesos y carne fluctuante, sangre ardiente y deseos igníferos, todos esperando el desflore definitivo, esa desinhibición fortuita que permitirá su fuga, su libertad que de ocasional devendrá en perenne. El hoyo abisal de la exposición se muestra ante toda idea, sólo toma un paso, un simple paso, un movimiento que no demanda un solo segundo, sólo un pequeño deseo seguido de una fracción de voluntad. Eso, y no más, para que una idea sea escrita, expuesta, dada a conocer en sociedad, para darle, también, la oportunidad a aquellos ajenos, pero poseedores de voz, a que elijan, y hasta exijan, lo que realmente desean. ¿Por qué no? ¿Por qué no dejarlos? Si, en fin, son ellos los que terminan por elegir qué se condena al olvido y qué bazofia se exhibe como excelsa pieza artística. ¿Qué más dan las precisiones cronológicas sobre su intervención fatal? Si eso será al fin y al cabo, un flechazo hialino y ardiente de indiferencia (que ni aún permanecerá, será fugaz, para el ojo apartado a la real acción, al mundo verdadero y latiente) a la sombra y al vaho espectral del que espera y espera, y espera esa resolución imposible, imposible por archivada y apartada, dejada de lado por manos laboriosas y ocupadas en asuntos de estricta realidad.
Realidad. Es ella la gran ausente en mis historias, todas son, a medias, exactas; a medias, precisas; a medias, reales; pero nunca son. Les falta ser. Existencia, ahí está la carencia principal, en el ser, en la realidad de ese ser tan efímero. Hay veces, ocasiones, en que ni yo mismo las creo. En fin, nada de esto importa, ya que lo único realmente relevante es la estricta realidad, o sería esto, si realmente existiera. ¿Quien puede creer? A ver, ¿quién me contesta? Sino el idiota o el crédulo, claro, él… Pero, ¿quién más? Nadie, ¿cierto? Nadie, en absoluto. Manos idiotas se alzan en el aire, se sacuden violentamente, se chocan, riñen por ese lugar de privilegio, porque, como ya he dicho, son idiotas, estúpidos, bellas criaturas límpidas, pero, a veces, francamente insoportables cuando se tiene un cerebro funcional. Aunque, claro está, el mío no es un ejemplo de ese género, así que no ahondaré en ese estilo de explicaciones. Explicaciones que, claro, no son necesarias a esta altura. Pero sabemos que no importa nada de esto (¡Oh Dios bienamado e idolatrado!) para nosotros fieles, nosotros beatos, nosotros castos, nosotros ascetas, tal vez involuntarios, tal vez, pero, ¿acaso eso nos quita el sacrificio de las espaldas dobladas? No, claro que no, eso lo acentúa, lo engrandece, lo envilece. ¡Maldita ésta mi joroba! ¡Maldita tu obra perverso genio! ¡Y benditas por eximias voluntades satisfechas! Maldita mi conciencia tan realista, y mis sueños, ¡Oh! mis sueños fantásticos, maravillosos, quimeras para mi ser, inasequibles para mis manos torpes, grotescas, aborrecibles. Estas manos que ya sólo quieren parar el tiempo, tomarlo, ahogarlo entre mis dedos difusos y vehementes, pero inexorablemente torpes, exprimirlo y ver, reptante frente a mí, el fruto serondo de tanto esfuerzo inútil: letras, palabras, frases inasequibles, parágrafos sempiternos colmados de idioteces, horas y horas, años y años de letra tras letra inútil, no por la letra en sí, que tan bella es, sino por la falta de vida que la acompañe. Vida en estado puro, sin razón; un minuto, un segundo de vida, sin razón ni perturbaciones, sin nada, sólo vida, simple y pura. Tiempo espesado y transformado en carne.