corto -aquél-

Al instante me llama la atención, el sol le da de pleno en la cara, lo conozco. Pero lo hago indirecta, lateralmente, como se conoce al deuteragonista de una novela querida, un conocimiento muy distinto al que me revela el sol golpeando de lleno contra su nariz ancha. Él me mira, ¿me conoce también? Supongo que sabe que existo, y no sólo por el sol que esquivo de pie sobre el suelo intranquilo del colectivo; supongo que sabe algo de mí, pero es imposible que asocie conocimiento e imagen. Simplemente observa, su vista pasa sobre mí como sobre cualquier otro contorno humano –luego no se dará vuelta, yo sí-. No sabe quién soy, y me extraña pensar que si lo supiese me odiaría. Asimismo, lo que yo siento por el, viéndolo empapado de sol, no se aleja mucho de aquello. Pero yo sé demasiado y él nada, la diferencia de nuestras posiciones es abrumadora. Yo sé que de decir algo de lo que conozco, estallaría el odio. Pero, mientras tanto, ese odio permanece allí, flotando como posibilidad, porque aunque no actúa, existe, y estoy convencido de que no es posible que él deje de sentir su cosquillar, su latencia constante, similar a la de esas axiomáticas enfermedades congénitas, que aún no diagnosticadas se consagran a acechar desde cada rincón de la vida. Mientras mis ojos, sonrientes y cantantes, se posan sobre los suyos, estoy convencido de que en algún lugar de sí sabe que debe odiarme, pero, claro, no puede leer el odio y la burla en mi mirada, que en ese momento es una enorme grosería estallando en lituano o en finés. Me regocija la situación, pero a la vez me inquieta, quiero que baje el odio y se instale, que el mío pueda ser real y gritar sus verdades, quiero ver el suyo naciendo hacia sus ojos. Será que nunca nadie me ha mirado conteniendo ese tipo de odio, ni tal vez ningún otro. Quiero ver mi alma hiper-sensible reaccionando al estímulo del odio presente, me intriga la posible respuesta.

corto -brote de filantropía I-

Mi sensibilidad hace a mi misantropía; el mínimo roce de la realidad acre del mundo me transporta al rencor más acérrimo. Pero esa misma predisposición del espíritu me puede llevar a una, quizás mal llamada, filantropía. (Al fin y al cabo estoy convencido de que entre ambas posturas no hay mayores diferencias sustanciales).

Aquel hombre me hablaba con tristeza, tal vez con una pesadumbre cansina, y me hablaba de poesía, de escritores, de publicaciones. Entonces tomé la revista -tomé dos revistas- entre mis manos torpes en la farsa, ojeé los poemas sin leerlos bajo aquella luz ensimismada, le temí a aquellas letras nóveles edulcoradas con pretensión estanca, comenté, pregunté y repregunté, pero el tono no cambió, no podía yo hacer nada. Sentí mi alma encogerse y mis ojos querer lagrimear. La voz del hombre triste de letras tristes me hería muy hondo. Tuve que huir.

las señoras – san valentín


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«Las señoras caminaban del brazo. Una me observaba, la de cabellera rojiza, la otra, de cabellos como lanas blancas, no parecía interesarse más que en el suelo bajo sus pies.

Aquella tarde yo caminaba por uno de mis paseos predilectos, el sol comenzaba a esconderse y los transeúntes regresaban al resguardo de sus hogares. Mi mente deambulaba perdida en ensueños tras una larga jornada. Fue en ese momento cuando mi atención se concentró en aquellas longevas damas. La mujer alta y de tez morena me observó fijamente durante algunos segundos, parecía querer decirme algo, parecía querer contarme infinidad de historias. La dejé hablar, es decir: dejé que sus antiguos ojos me mintieran a voluntad.

Habían sido amigas desde los doce años, salvaje época en la que sólo importaba disfrutar cada día como si fuera el último. Y, en verdad, parecía ser ese su lema para afrontar esta vida. Recuerdos hermosos en el campo y en el río, a la luz cálida del sol y a la luminosidad confidente de la luna colmaron las arrugas de su rostro. Cada facción parecía exclamar vida en el estado más puro. Me contó de sus amantes, muchos de ellos compartidos. De sus noches de desquicie: experimentos que devinieron en costumbres y luego en vicios y «enfermedad». Pero siempre la alegría presente, y, de vez en cuando, también la felicidad. Me dijo, aquella dama eterna, que llegó a amar a su compañera, que tal vez aún la amaba, que en su vida no había visto criatura más dócil y frágil. Que la amó desde que la conoció, a sus tiernos doce años, me permití adivinar.

Cuentan sus manos que anduvieron incontables veces los caminos de aquel cuerpo, y que nada tan terso y delicado ha sido tocado jamás. A los catorce comenzaron a explorar, fue una noche junto al río, sus mejillas no la olvidan, aún ahora se sonrojan. Luego se sucedieron cientos de noches perfectas como aquella, sus cuerpos desnudos y húmedos sobre el césped fresco, la luna sobre ellas, jurando discreción.

Pero, en cambio, ella nunca la amó. Me lo dijeron sus ojos, y no les creí. Había lágrimas en ellos, y también oscuridad. No la amó, la jovencita rubia no sabía amar.

No puedo saberlo, ella no dice nada, sólo mira el asfalto y sus pies. Miro con atención, descubro aquella boca, con esa media sonrisa constante y despectiva, que decía, sin ninguna prudencia y con toda claridad, «no te amo, ni lo haré». Me convencí, sentí odio y envidia, amor desesperado, quise amar a aquella niña, quise sentirme así abatido.»

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Feliz San Valentín, en el día de las lupercalias.

Quisiera saludar especialmente a todas las personas de las que alguna vez me enamoré. A todas las que amé y odié dentro de un mismo sentimiento. Todas aquellas por las cuales lloré y callé. Todas las que casi desprecié abiertamente por simple cobardía. Todas aquellas que nunca dejaré de nombrar entre ensueños y tribulaciones.

el idiota de la sonrisa

Y el infeliz me mira. Muchos dirían que no tengo motivos para llamarlo de esa manera, varios se dejarían llevar por esa sonrisa radiante que inunda su rostro. Yo no me lo trago, yo no creo, ese pelotudo no me engaña. ¿Por qué me sigue mirando? ¿Por qué tal suficiencia en su semblante? ¿Creerá que la camisita y el maletín lo tornan superior a alguien? Y me sigue mirando. No me saja los ojitos de encima, no borra su sonrisa. Yo le devuelvo la mirada, por supuesto. Pero en la mía no hay rastros de felicidad “divina” alguna, no hay siquiera alegría, ni apenas un asomo de autoconfianza, atributo que desborda los razgos del idiota de la sonrisa. Cada gesto está irrigado del más puro odio. Él no se inmuta. Piensa en lo desdichado que soy, en cuánto bien podría hacerme el ser como el, en cómo estoy desaprovechando mis días, odiando. Yo pienso, en cuán estúpido debe de ser, cuán cegado por vaya a saber qué promesas. ¿Qué ser extraño y retorcido se esconde detrás de una sonrisa como esa? ¿Dónde está lo que no alcanzo a ver? Mejor dicho, ¿qué es?. Qué es lo que mis ojos y mi mente escéptica se niegan a percibir? Hay motivos en este universo para sonreír así? ¿Hay motivos para qué un idiota vestido de persona importante se crea superior a mí por el hecho de creer que tiene motivos para ser feliz y que esta creencia sea su único motivo de felicidad?

Dónde quedó la razón.