invierno, al fin

Llegó el invierno, pero se instala paulatinamente. Por lo menos ya se acabó el odioso clima híbrido otoñal, aunque las veredas siguen sucias. No sé porqué, pero ya no hay, durante el otoño, montoncitos de hojas secas para saltarles encima. Desde chico que no los veo. Ni siquiera las hojas secas son lo que antes, ya casi no parecen secas. Recuerdo mi época de niño, cuando vivía descubriendo pequeños placeres, que no racionalizaba sin sentido como ahora hago, caminaba pisando las porciones de follajes muertos en el suelo. Recuerdo distinguir bajo la suela de mis zapatillas la gloria de las crujientes y el desconsuelo de las reblandecidas. Ahora las siento a todas blandas y dóciles, ya no se resisten al peso de mis pies. Eso les quita interés. Y no creo que sea mi culpa.

Pero el tema no es más el otoño, que lejos está, con su clima híbrido, su solcito incordiante, insidioso, su frío exiguo e inconstante, sus aspiraciones primaverales. Ya no. Ahora estamos disfrutando del invierno, y sus efectos ya se sienten en el aire.

No hablo de las enfermedades, aunque sí que se las siente. Yo caí, a la primera oportunidad (talvez la segunda), ante una bronquitis, y al instante se adjuntó mi inseparable amiga, la sinusitis. Pero es lindo enfermarse, a mí me gusta. Es una excusa hermosa. En ciertos momentos, naturalmente. Hay algo sobre las enfermedades que me llamó la atención esta vez: en la primera salida al mundo durante una enfermedad, uno lo descubre extrañamente, o llamativamente, desolado, triste, plano. No sé porqué es, ni podría explicarlo, sólo sé que todo se ve menos luciente; la gente, las plantas, los edificios, las calles, todo. Es parecido, me hicieron notar, a lo que pasa cuando se vuelve a casa después de unas vacaciones.

Siguiendo con los efectos de invierno, entre distanciamientos que pueden ser sempiternos o durar lo que tarda en volver la hibridez primaveral, y la belleza de los ánimos calmos, las voces bajas, los labios cerrados para no dejar escapar la tibieza de las bocas que estallan, mi deleite no encuentra fin. Los miro de lejos y me regocijo en mi abúlica misantropía, dejando escapar lentamente el calor que contiene mi boca, disfrutando de ese humito invernal que no se pierde como las hojas otoñales, ese que me retrotrae a la niñez, a aquella época en que no se contabilizaban las posibilidades derrochadas.