Vengo de allí, de donde mis sentidos se entremezclan y agudizan, o se pierden entre las diferentes ráfagas de sentimientos que atraviesan mi ser. No es largo el camino, ni tampoco hay grandes obstáculos que me impidan visitarlo cuando y cuanto lo desee. Pero no lo hago, y no es por miedo a que pierda esa magia, ese no se qué, no es por eso, pienso, no pienso, sé, que esa cualidad única no se perderá, a menos que yo la deje ir. Es, más bien, por otro tipo de miedo, de miedos, muchos y variados. Miedos que se conglomeran en las puertas de mi razón, e impiden la salida de cualquier ente que pretenda atravesarlas. Es por eso que no lo visito seguido.
Pero me alcanza con golpear su puerta de vez en cuando, volver a penetrar en esa realidad alterna a la mía propia y a la de los demás, porque allí estoy solo, completamente solo, ya que ni a mí mismo me tengo: no soy completamente yo quien entra. Ni mucho menos quien sale: aquel de la sonrisa idiota, del canto a flor de piel, de la necesidad desaforada de correr sin rumbo. Ahora la sonrisa se va borrando, al igual que la imagen en la retina. Es curioso lo de la imagen: cuando estoy allí cambia, y lo se, estoy plenamente conciente de eso, al menos de eso, o cambia cuando salgo, cuando no estoy: idealizo. Pero eso no importa, la idealización no me preocupa en lo más mínimo, sólo me provoca curiosidad, y ni siquiera excesiva, no estoy para excesos, tal vez sea por eso que no vuelvo tan a menudo.
Lo recuerdo, la sonrisa vuelve, algo corre por mi espina dorsal, me estremece. La imagen, que parecía perdida, continúa grabada, distorsionada en su belleza, embellecida aún más, impertérrita. Bella, hermosa visión. Es ella, la hermosura, que en su resplandor inunda la esencia misma de mi ser. Ella es mi opio. Siempre inalcanzable, así, de esa manera, lo es y lo seguirá siendo.